Prefacio
Este libro se dirige a todos aquellos que sienten la necesidad de una primera orientación en un terreno fascinante y extraño. Desea mostrar a los recién llegados a él los yacimientos de este terreno sin abrumarles con pormenores; confío en facilitarles algún orden inteligible dentro de la abundancia de nombres, épocas y estilos que colman las páginas de obras más ambiciosas, y prepararles así para que consulten libros más especializados. Los lectores en quienes ante todo y principalmente he pensado al proyectar y escribir esta obra son los jóvenes que acaban de descubrir el mundo del arte por sí mismos. Pero nunca he creído que los libros para jóvenes deban diferenciarse de los libros para adultos, salvo en que se las han de ver con críticos más exigentes, muy rápidos en descubrir y delatar cualquier indicio de jerga pretenciosa o falso sentimentalismo. Conozco por experiencia que tales defectos pueden hacer que algunas personas desconfíen de todos los escritos sobre arte durante el resto de sus vidas. Me he esforzado sinceramente en eludir esas añagazas y emplear un lenguaje sencillo, aun a riesgo de parecer un intruso o profano en la materia. Confío en que los lectores no atribuirán mi decisión de servirme del mínimo de los términos convencionales, propios de los historiadores de arte, a ningún deseo por mi parte de descender hasta ellos. ¿Acaso no son, con mayor motivo, los que abusan de un lenguaje científico —no para ilustrar sino para impresionar al lector— quienes descienden hasta nosotros como si vinieran de las nubes?
Aparte de esta decisión de restringir los términos técnicos, al escribir este libro he tratado de seguir un cierto número de reglas específicas, las cuales me he impuesto a mí mismo y que, si bien han hecho más difícil mi tarea de escritor, pueden hacer más fácil la del lector. La primera de estas reglas fue no escribir acerca de obras que no pudiera mostrar en las ilustraciones; no quería que el texto degenerase en listas de nombres que poco o nada podían significar para quienes no conocieran las obras en cuestión, y que serían superfluas para aquellos que las conocen. Esta regla limitó a la vez la selección de artistas y obras que podía tratar al número de ilustraciones que tendría el libro. Esto me obligó a ser doblemente riguroso en mi elección de lo que tenía que mencionar y lo que tenía que excluir.
Aparte de esta decisión de restringir los términos técnicos, al escribir este libro he tratado de seguir un cierto número de reglas específicas, las cuales me he impuesto a mí mismo y que, si bien han hecho más difícil mi tarea de escritor, pueden hacer más fácil la del lector. La primera de estas reglas fue no escribir acerca de obras que no pudiera mostrar en las ilustraciones; no quería que el texto degenerase en listas de nombres que poco o nada podían significar para quienes no conocieran las obras en cuestión, y que serían superfluas para aquellos que las conocen. Esta regla limitó a la vez la selección de artistas y obras que podía tratar al número de ilustraciones que tendría el libro. Esto me obligó a ser doblemente riguroso en mi elección de lo que tenía que mencionar y lo que tenía que excluir.

La segunda regla se produjo como consecuencia de la primera: constreñirme a las verdaderas obras de arte, dejando fuera todo lo que solamente pudiera resultar interesante como testimonio del gusto o de la moda de un momento dado. Esta decisión entrañaba un considerable sacrificio de efectos literarios. Los elogios son más insípidos que las censuras, y la inclusión de algunas divertidas monstruosidades podía haber ofrecido cierta brillantez. Pero el lector hubiera tenido razón al preguntarme por qué lo que yo encontraba discutible debía hallar un sitio en un libro consagrado al arte y no al antiarte, tanto más cuanto que esto suponía dejar fuera una verdadera obra maestra. Así pues, aunque no pretendo que todas las obras reproducidas representen el mayor dechado de perfección, me he esforzado en no incluir nada que considerase sin méritos propios peculiares.
La tercera regla también exigía un poco de abnegación. Me propuse resistir cualquier tentación de ser original en mi selección, temiendo que las obras maestras bien conocidas pudieran ser aplastadas por las de mis personales preferencias. Este libro, después de todo, no se propone ser una mera antología de cosas bellas, sino que se dirige a aquellos que buscan orientación en un nuevo dominio, a los cuales los ejemplos aparentemente trillados, en su presencia familiar, les pueden servir a manera de hitos de bienvenida. Además, las obras de arte más famosas son realmente, a menudo, las más importantes por varios conceptos, y si este libro logra ayudar a los lectores a contemplarlas con una nueva mirada, demostrará ser más útil que si las hubiese desdeñado en atención a obras maestras menos conocidas.
Aun así, el número de obras y maestros famosos que he tenido que excluir es bastante crecido. Debo confesar asimismo que no he hallado un alojamiento apto para el arte hindú o el etrusco, o para maestros de la talla de Della Quercia, Signorelli o Carpaccio, de Peter Vischer, Brouwer, Terborch, Canaletto, Corot y muchos otros que me han interesado profundamente. Para incluirlos tendría que haber duplicado o triplicado la extensión del libro y hubiera reducido así, a mi entender, su valor como primera guía para el conocimiento del arte. Una nueva regla he añadido en esta descorazonadora tarea de eliminar. En la duda, he preferido referirme siempre a una obra conocida por mí en su original que no a la que sólo conociera por fotografías. Hubiera deseado hacer de ésta una regla absoluta, pero no quería hacer sufrir al lector las consecuencias accidentales de las restricciones viajeras a que se había visto sometido el aficionado al arte durante las últimas décadas. Por otra parte, mi última norma fue no tener ninguna regla absoluta cualquiera que fuese, sino contradecirme a mí mismo en ocasiones, dejando así al lector el placer de sorprenderme en falta.
Éstas fueron las reglas negativas que adopté. Mis propósitos positivos debían hacerse evidentes en el libro mismo. Éste trata de narrar una vez más la vieja historia del arte en un lenguaje sencillo y de ayudar al lector a que perciba su conexión interna. Debe ayudarle en sus apreciaciones, no tanto por medio de descripciones arrebatadas como por aclararle con algunos indicios las intenciones probables del artista. Este procedimiento debe, al menos, esclarecerle las causas más frecuentes de incomprensión, y prevenir una especie de crítica que omite la posición de una obra de arte en el conjunto. Además de esto, el libro tiene por objeto algo más ambicioso. Intenta situar las obras de que se ocupa dentro de su correspondiente marco histórico, conduciendo así a la comprensión de los propósitos artísticos del maestro. Cada generación se rebela de algún modo contra los puntos de mira de sus padres; cada obra de arte expresa su mensaje a sus contemporáneos no sólo por lo que contiene, sino por lo que deja de contener. Cuando el joven Mozart llegó a París advirtió —como escribió a su padre— que allí todas las sinfonías elegantes terminaban con una rápida coda, por lo que decidió sorprender a su auditorio con una lenta introducción a este último movimiento. Es éste un ejemplo trivial, pero que revela la dirección en que debe orientarse una apreciación histórica. El impulso de diferenciarse puede no ser el mayor y más profundo elemento en las dotes de un artista, pero raramente suele faltar. Y advertir esta intencionada diferenciación nos descubre a menudo un más fácil acceso al arte del pasado. He procurado hacer de este cambio constante de puntos de mira la clave de mi narración, tratando de mostrar cómo cada obra está relacionada, por imitación o por contradicción, con lo precedente. Incluso a riesgo de resultar fastidioso, he vuelto sobre mis pasos para establecer comparaciones con obras que revelan la distancia que los artistas han abierto entre ellos y sus antecesores. Hay un peligro en este procedimiento de presentación que espero haber evitado, pero cuya mención no debe ser omitida. Es cierto que cada artista considera que ha sobrepasado a la generación anterior a la suya, y que desde su punto de vista ha ido más allá de cuanto se conocía anteriormente. No podemos esperar comprender una obra de arte si no somos capaces de compartir este sentido de liberación y de triunfo que experimenta el artista cuando considera sus propios logros. Pero debemos advertir que cada adelanto o progreso en una dirección entraña una pérdida en otra, y que este progreso subjetivo, a pesar de su importancia, no corresponde a un objetivo acrecentamiento de valores artísticos. Todo esto puede parecer un poco embrollado cuando se expresa en abstracto. Confío en que el libro lo aclarará.
«Además, las obras de arte más famosas son realmente, a menudo, las más importantes por varios conceptos…«
Ernst gombrich
Unas palabras más acerca del espacio asignado a las diversas artes en este libro. A algunos les parecerá que la pintura ha sido indebidamente favorecida en comparación con la escultura y la arquitectura. Una razón por esta preferencia estriba en que se pierde menos en la ilustración de un cuadro que en la reproducción de la redondez de una escultura, por no hablar de un edificio monumental. No he tenido intención, además, de competir con las muchas y excelentes historias que existen acerca de los estilos arquitectónicos. Por otra parte, la historia del arte, tal como se concibe aquí, no podía ser narrada sin una referencia a este fondo arquitectónico. Mientras que me he ceñido al estilo de sólo uno o dos edificios de cada período, he tratado de restablecer el equilibrio en favor de la arquitectura asignando a esos ejemplos el lugar preponderante en cada capítulo. Esto puede ayudar a que el lector coordine su conocimiento de cada período y a que lo vea como un conjunto.

Como colofón de todos los capítulos, he elegido una representación característica de la vida y del mundo del artista en la época correspondiente. Estas ilustraciones constituyen una pequeña serie independiente que ilustra la cambiante posición social del artista y de su público. Aun en los casos en que el mérito artístico no sea muy grande, estos documentos gráficos pueden ayudarnos a elaborar en nuestra mente una concreta representación de las circunstancias en que el arte del pasado surgió a la vida. Este libro nunca se habría escrito sin el estímulo entusiasta que recibió de Elizabeth Senior, cuya prematura muerte en el curso de una incursión aérea sobre Londres constituyó tan grave pérdida para todos los que la conocieron. Soy deudor también del doctor Leopold Ettlinger, así como de la doctora Edith Hoffmann, el doctor Otto Kurz, la señora Olive Renier, la señora Edna Sweetmann, y de mi esposa y mi hijo Richard por sus muy valiosos consejos y ayuda, pero también de Phaidon Press por su colaboración al dar forma a este libro.
Hemos compartido con ustedes en el texto precedente el prefacio de la extensa obra de Ernst Gombrich «La historia del Arte», como introducción e invitación a conocer la obra completa de este autor.