Este escrito de Charles Baudelaire pertenece a un libro del mismo autor llamado «El pintor de la vida moderna», donde habla de distintas cuestiones vinculadas al arte. En este capítulo se dedica a analizar la obra de Eugène Delacroix.
La obra y la vida de Eugène Delacroix
Al redactor de L’Opinion Nationale
Estimado señor:
Una vez más, una vez suprema, quisiera rendir homenaje al genio de Eugène Delacroix, y le ruego tenga a bien aceptar en su periódico estas páginas en las que trataré de resumir, con la mayor brevedad posible, la historia del talento del pintor, la razón de su superioridad, que a mi entender aún no ha sido lo bastante reconocida, y, por último, algunas anécdotas y observaciones sobre su vida y su carácter.
Tuve la fortuna de tratar al ilustre difunto desde muy joven (a partir de 1845, si mal no recuerdo) y, a lo largo de esa relación, en la que mi respeto y su indulgencia no excluían la confianza y la familiaridad recíprocas, fui descubriendo las nociones más exactas, no solo sobre su método, sino también sobre las cualidades más íntimas de su gran alma.
Usted no espera, señor, que haga aquí un análisis detallado de las obras de Delacroix. Amén de que cada uno de nosotros ya lo ha hecho, en la medida de sus fuerzas, y conforme el gran pintor enseñaba al público los trabajos sucesivos de su pensamiento, la lista es tan larga que, si dedicara solo unas líneas a cada una de sus obras principales, el análisis ocuparía casi un volumen. Bástenos esbozar un vivo resumen.
Sus pinturas monumentales se exhiben en el Salon du Roi de la Cámara de diputados, en la biblioteca de la Cámara de diputados, en la biblioteca del palacio de Luxemburgo, en la galería de Apolo del Louvre y en el Salon de la Paix del Ayuntamiento de París. Esas decoraciones comprenden gran cantidad de temas alegóricos, religiosos e históricos, todos pertenecientes al ámbito más noble de la inteligencia. En cuanto a sus cuadros llamados de caballete, bocetos, grisallas, acuarelas, etc., alcanzan la cifra aproximada de doscientos treinta y seis.
Los grandes temas que fueron expuestos en diversos Salones son setenta y siete. Tomo estas notas del catálogo que el señor Théophile Silvestre incluyó al final de su excelente entrada sobre Delacroix en su libro Historia de los pintores vivos.
Yo mismo, más de una vez, he intentado compilar ese enorme catálogo; pero la increíble fecundidad del pintor acabó con mi paciencia, y, sin presentar batalla, renuncié a ello. Si el señor Théophile Silvestre se ha equivocado, solo puede haberlo hecho calculando por lo bajo.
Creo, señor, que en este caso lo importante es buscar simplemente el atributo más característico del genio de Delacroix y tratar de definirlo: buscar en qué difiere de sus más ilustres predecesores, mientras los iguala; mostrar, hasta donde lo permite la escritura, el arte mágico por el que pudo traducir la palabra a imágenes plásticas más vivas e inmediatas que las de cualquier otro creador de la misma profesión: en definitiva, qué singularidad atribuyó la Providencia a Eugène Delacroix en el desarrollo histórico de la pintura.
I
¿Qué es Delacroix? La primera pregunta que debemos hacernos es qué papel desempeñó y qué deber cumplió en este mundo. Seré breve y aspiro a obtener conclusiones inmediatas. Flandes tiene a Rubens; Italia tiene a Rafael y Veronese; Francia tiene a Lebrun, David y Delacroix.
Puede que esta concatenación de nombres, que representan atributos y métodos muy diferentes, en un primer momento sorprenda a un espíritu superficial. Pero un ojo más agudo se percatará al punto de que todos están unidos por un parentesco, una especie de fraternidad o primazgo, que proviene del amor que profesan por lo grande, lo nacional, lo inmenso y lo universal, un amor que siempre se ha expresado en la pintura llamada decorativa o en las grandes telas.
Muchos otros, sin duda, han creado grandes telas, pero los que acabo de nombrar las crearon de la manera más idónea para dejar una huella eterna en la memoria humana. ¿Quién es el más grande de aquellos grandes hombres? Cada cual podrá decidirlo a su gusto, según si por temperamento prefiere la abundancia prolífica, radiante y casi jovial de Rubens, la dulce majestad y el orden eurítmico de Rafael, el color paradisíaco y como posmeridiano de Veronese, la severidad austera y tensa de David, o la facundia dramática y cuasiliteraria de Lebrun.
No se puede reemplazar a ninguno; aunque todos querían alcanzar metas similares, emplearon medios diferentes, propios de su personalidad. Delacroix, el más reciente, expresó con fervor y vehemencia admirables lo que por fuerza los demás habían transcrito solo de manera incompleta. ¿Quizá en detrimento de otras cosas, como por cierto hicieron aquellos? Puede ser; pero no es la pregunta que nos ocupa.
Muchos han porfiado sobre las consecuencias fatales de un genio esencialmente personal; y es muy posible que, a fin de cuentas, las expresiones más bellas del genio, en cualquier otro lugar que en el puro cielo, es decir sobre la faz de esta pobre tierra, donde la perfección misma es imperfecta, solo puedan obtenerse al precio de un sacrificio inevitable.
Pero, en fin, señor, me dirá sin duda: ¿qué es ese no sé qué misterioso que Delacroix, para gloria de nuestro siglo, ha expresado mejor que ninguno? Es lo invisible, lo impalpable, el ensueño, los nervios, el alma; y lo hizo, señor —observe bien—, sin más medios que el contorno y el color; lo hizo mejor que nadie; lo hizo con perfección de pintor consumado, rigor de literato sutil, elocuencia de músico apasionado. Por lo demás, uno de los diagnósticos del estado espiritual de nuestro siglo es que las artes aspiran, si no a reemplazarse unas a otras, al menos a prestarse recíprocamente nuevas fuerzas.
De todos los pintores, Delacroix es el más sugestivo, aquel cuyas obras, incluso si se eligen las secundarias e inferiores, más dan que pensar y más traen a la memoria sentimientos y pensamientos poéticos conocidos, pero que se creían enterrados para siempre en la noche del pasado.
La obra de Delacroix me parece a veces una especie de regla mnemotécnica de la grandeza y la pasión innata del hombre universal. Este mérito particular y completamente nuevo del señor Delacroix, que le permitió explorar, con el simple contorno, el gesto del hombre, por violento que fuese, y, con el color, lo que podría llamarse la atmósfera del drama humano, o el estado de ánimo del creador; este mérito de lo más original siempre congregó a su alrededor las simpatías de los poetas; y, si de una pura manifestación material se puede deducir una constatación filosófica, lo invito a notar, señor, que, entre la multitud que acudió a rendirle los más altos honores, había muchos más literatos que pintores. La cruda verdad es que estos últimos nunca lo comprendieron del todo.
II
¿Y eso qué tiene de sorprendente, al fin y al cabo? ¿No sabemos que la época de los Miguel Ángel, los Rafael, los Leonardo da Vinci, digamos incluso los Reynolds, pasó hace tiempo, y que por regla general el nivel intelectual de los artistas plásticos ha bajado notablemente? Sin duda sería injusto buscar entre los artistas actuales filósofos, poetas y eruditos, aunque sería legítimo exigir que se interesaran, un poco más que ahora, en la religión, la poesía y la ciencia.
Al salir de sus estudios, ¿qué saben? ¿Qué aman? ¿Qué expresan? Desde luego, Eugène Delacroix era al mismo tiempo un pintor enamorado de su oficio y un hombre muy culto, al revés de los artistas modernos, que, en su mayoría, apenas son ilustres u oscuros pintores de brocha gorda, tristes especialistas, ya viejos o jóvenes, puros obreros que saben fabricar, unos, figuras académicas, otros frutas, otros ganado.
Eugène Delacroix amaba todo, sabía pintar todo y probaba con todos los géneros del talento. Era el espíritu más abierto a todas las nociones y todas las impresiones, el más ecléctico e imparcial de los hedonistas.
Gran lector, huelga decirlo. La lectura de poetas le dejaba imágenes grandiosas, cuadros acabados, por así decirlo. Por diferente que fuese de su maestro Guérin en el método y el color, heredó de la gran escuela republicana e imperial el amor a los poetas y un endiablado espíritu de rivalidad con la palabra escrita. David, Guérin y Girodet se enardecían al entrar en contacto con Homero, con Virgilio, con Racine o con Ossian. Delacroix fue un conmovedor intérprete de Shakespeare, de Dante, de Byron y de Ariosto. Parecido importante y ligera diferencia.
Pero adentrémonos un poco más, le ruego, en lo que podría llamarse las lecciones del maestro, lecciones que, en mi caso, resultan no solo de la contemplación sucesiva de todas sus obras y simultánea de algunas de ellas, como usted pudo apreciarlas en la Exposición Universal de 1855, sino también de las muchas conversaciones que tuve con él.
III
Delacroix estaba perdidamente enamorado de la pasión y fríamente resuelto a buscar métodos que expresaran la pasión de la manera más visible. En ese carácter doble encontramos, dicho sea de paso, las dos marcas de los genios más sólidos, genios radicales que rara vez están hechos para complacer a las almas timoratas, fáciles de satisfacer y que se nutren de obras flojas, blandas, imperfectas. Una pasión inmensa, revestida de una voluntad formidable, así era el hombre.
Por ello, decía sin cesar:
«Dado que, a mi entender, la impresión transmitida por la naturaleza al artista es lo más importante que se debe traducir, ¿no es necesario que este se arme de antemano con los medios más rápidos de traducción?».
Es evidente que, a sus ojos, la imaginación era el más precioso de los dones, la más importante de las facultades, aunque era una facultad impotente y estéril si no empleaba a su servicio una habilidad rápida, que respondiera a los caprichos impacientes de la gran facultad despótica. No precisaba, por cierto, avivar el fuego de su imaginación, que siempre era incandescente; pero no le alcanzaban las horas del día para estudiar los medios de expresión.
A esa preocupación incesante deben atribuirse sus constantes investigaciones sobre el color, sobre la cualidad de los colores, su curiosidad en cuestiones de química y sus conversaciones con fabricantes de pigmentos. En eso se emparienta con Leonardo da Vinci, a quien acosaban las mismas obsesiones.
Nunca se confundirá a Eugène Delacroix, pese a su admiración por los fenómenos ardientes de la vida, con la turba de artistas y literatos vulgares cuya inteligencia miope se refugia tras la palabra vaga y oscura de realismo. La primera vez que lo vi, en 1845, creo (cómo pasan los años, veloces y voraces), hablamos mucho de lugares comunes, es decir de las cuestiones más vastas y no obstante más simples: por ejemplo, de la naturaleza. Ahora, señor, permítame citarme a mí mismo, pues una paráfrasis no equivaldría a las palabras que escribí entonces, casi al dictado del maestro:
«La naturaleza no es más que un diccionario, repetía con frecuencia. Para comprender en toda su amplitud lo que implicaba esa frase, hay que imaginar los usos numerosos y habituales del diccionario. Se busca en él el sentido de las palabras, la formación de las palabras, la etimología de las palabras; en definitiva, se extraen de él todos los elementos que componen una frase o un relato; pero nadie ha considerado un diccionario como una composición, en el sentido poético del término. Los pintores que obedecen a la imaginación buscan en sus diccionarios los elementos que se adecuan a sus concepciones; más aún, al retocarlos con cierto arte, les dan una fisonomía totalmente nueva. Quienes no tienen imaginación copian el diccionario. De ello resulta un vicio enorme, el vicio de la banalidad, que sobre todo es propio de los pintores a los que su especialidad acerca a la naturaleza inanimada, por ejemplo los paisajistas, que suelen considerar un triunfo no mostrar su personalidad. A fuerza de contemplar y de copiar, olvidan sentir y pensar.
»Para este gran pintor, todos los elementos del arte, de los que uno cree principal este y otro aquel, no eran, no son, quiero decir, más que los humildes servidores de una facultad única y superior. Se precisa una ejecución muy nítida para traducir nítidamente la visión; que sea muy rápida sirve para que nada se pierda de la impresión extraordinaria que acompaña la concepción; que el artista preste atención incluso a la pulcritud material de las herramientas se concibe sin esfuerzo, pues deben tomarse todas las precauciones necesarias para volver ágil y decisiva la ejecución».
Dicho sea de paso, nunca vi una paleta preparada tan minuciosa y delicadamente como la de Delacroix. Parecía un ramo de flores hábilmente combinadas.
«De acuerdo con tal método, que es en esencia lógico, todos los personajes, la ubicación relativa de cada uno, el paisaje o el interior que les proporciona un fondo o un horizonte, sus ropas, todo ha de iluminar la idea general y llevar su color original, su librea, por así decirlo. Así como un sueño se sitúa en una atmósfera coloreada propia, así también una concepción, al componerse, necesita moverse en un medio coloreado particular. Evidentemente, se atribuye un tono particular a una parte cualquiera del cuadro que se vuelve clave y rige las demás. Todo el mundo sabe que el amarillo, el naranja, el rojo, inspiran y representan ideas de alegría, de riqueza, de gloria y de amor; pero hay miles de atmósferas rojas o amarillas, y lógicamente la atmósfera dominante afectará los demás colores de manera proporcional. Es evidente que el arte del colorista linda por ciertos costados con la música y las matemáticas.
»Sin embargo, sus operaciones más delicadas se realizan mediante un sentimiento al que un largo ejercicio ha dado una seguridad inaudita. Se ve que esta gran ley de la armonía general condena muchas imprecisiones y muchas crudezas, incluso en los pintores más ilustres. Algunos cuadros de Rubens hacen pensar no solo en fuegos artificiales de color, sino hasta en muchos fuegos artificiales que estallan en un mismo sitio. Cuanto más grande es un cuadro, ni qué decirlo, más amplia debe ser la pincelada; pero es bueno que las pinceladas no se fundan materialmente; se funden de manera natural a la distancia estipulada por la ley de afinidad que las ha asociado. El color consigue así más energía y frescura.
»Un buen cuadro, fiel e igual a la visión que lo engendró, debe ser producido como un mundo. Así como la creación que vemos es el resultado de varias creaciones, donde las subsiguientes siempre completan a las anteriores, así también un cuadro, guiado con armonía, consiste en una serie de cuadros superpuestos; cada capa otorga más realidad a la visión y la acerca un grado a la perfección. Al revés, recuerdo haber visto en los estudios de Paul Delaroche y de Horace Vernet cuadros enormes, no bocetados, sino comenzados, es decir, terminados completamente en algunas partes, mientras que otras solo se indicaban por un contorno negro o blanco. Podría compararse este tipo de obra con un puro trabajo manual que debe cubrir cierta cantidad de espacio en un tiempo determinado, o con una larga ruta con un gran número de etapas. Cuando se ha completado una etapa, no hay que volver a hacerla; y cuando se ha recorrido la ruta entera, el artista se libra del cuadro.
»El temperamento variable de los artistas, es evidente, modifica en mayor o menor medida todos estos preceptos. No obstante, estoy convencido de que allí reside el método más certero de las imaginaciones ricas. En consecuencia, quienes se apartan demasiado de aquel demuestran dar una importancia anormal e injusta a un elemento secundario del arte.
»No me preocupa que se diga que hay algo absurdo en suponer que muchos individuos pueden adoptar el mismo método. Pues es evidente que las retóricas y las prosodias no son directrices tiránicas inventadas arbitrariamente, sino colecciones de reglas que exigen la organización misma del ser espiritual; nunca las prosodias y las retóricas han impedido que la originalidad se produzca abiertamente. Es muchísimo más cierto lo contrario, que han ayudado al nacimiento de la originalidad.
»Para no abundar, me veo obligado a omitir muchos corolarios de la fórmula principal, que contiene, por así decirlo, el recetario entero de la verdadera estética y que puede expresarse de la siguiente manera: todo el universo visible no es más que un depósito de imágenes y de signos a los que la imaginación dará un espacio y un valor relativos; es una especie de pasto que la imaginación deberá digerir y transformar. Todas las facultades del alma humana deben subordinarse a la imaginación, que se apropia de todas ellas al mismo tiempo. Así como conocer bien el diccionario no implica necesariamente conocer el arte de la composición, y como el arte de la composición no implica la imaginación universal, así un buen pintor puede no ser un gran pintor. Pero un gran pintor es por fuerza un buen pintor, porque la imaginación universal contiene la comprensión de todos los medios y el deseo de adquirirlos.
»Es evidente que, de acuerdo con las nociones que mal que bien acabo de elucidar (quedarían tantas cosas por decir, en especial sobre las concordancias de las distintas artes y las semejanzas de sus métodos), la inmensa clase de los artistas, es decir los hombres dedicados a la expresión de lo bello, puede dividirse en dos campos bien distintos. El que se llama a sí mismo realista, una palabra ambigua y cuyo sentido no está bien definido, y al que llamaremos, para caracterizar mejor su desatino, positivista, que dice: “Quiero representar las cosas tal cual son, o tal cual lo serían suponiendo que yo no existiera”. El universo sin el hombre. Y el otro, el imaginativo, dice: “Quiero iluminar las cosas con mi espíritu y proyectar su reflejo sobre otros espíritus”. Aunque estos dos métodos completamente opuestos puedan enaltecer o empequeñecer todos los temas, desde la escena religiosa hasta el paisaje más modesto, por lo general el hombre de imaginación tuvo que concentrarse en la pintura religiosa y la fantasía, mientras que la pintura llamada de género y el paisajismo debió de ofrecer vastos recursos a los espíritus perezosos y difícilmente excitables…
»¡La imaginación de Delacroix! Nunca teme escalar las arduas cimas de la religión: el cielo le pertenece, como el infierno, como la guerra, como el Olimpo, como la voluptuosidad. ¡He aquí, en efecto, la figura del pintor-poeta! Es uno de los elegidos, y la amplitud de su espíritu comprende en su ámbito la religión. Su imaginación, ardiente como las capillas ardientes, brilla con todas las llamas y con todas las púrpuras. Todo cuanto hay de dolor en la pasión le apasiona; todo cuanto hay de esplendor en la Iglesia lo ilumina. En sus telas inspiradas derrama por turno sangre, luz y tinieblas. Creo que él agregaría con gusto, como suplemento, su fasto natural a la majestad del Evangelio.
»Vi una pequeña Anunciación de Delacroix en la que el ángel que visita a María no estaba solo, sino acompañado ceremonialmente por otros dos ángeles, y el efecto de esa corte celestial era poderoso y encantador. Uno de sus cuadros de juventud, Cristo en el huerto de los olivos (“Señor, aparta de mí ese cáliz”), rebosa de ternura femenina y unción poética. El dolor y la pompa, que estallan con tal fuerza en la religión, resuenan siempre en su espíritu…».
Más recientemente, a propósito de la capilla de Saints-Anges, en Saint-Sulpice (Heliodoro expulsado del templo y La lucha de Jacob con el ángel), su último gran trabajo, que ha sido criticado tan neciamente, afirmé:
«Nunca, ni siquiera en la Justicia de Trajano, o en la Entrada de los cruzados en Constantinopla, ha desplegado Delacroix un colorido tan espléndida y hábilmente natural; nunca un dibujo tan voluntariamente épico. Sé de sobra que ciertas personas, sin duda albañiles, quizá arquitectos, han pronunciado la palabra decadencia en relación con esa obra. Recordemos aquí que los grandes maestros, Hugo o Delacroix, se adelantan varios años a sus tímidos admiradores.
»En lo relativo al genio, el público es un reloj que atrasa. ¿Quién, de los clarividentes, no comprende que el primer cuadro del maestro contenía en germen el resto? Pero que aquel perfeccione sin cesar sus dones naturales, que los aguce con esmero, que consiga efectos nuevos, que fuerce su propia naturaleza a ultranza, es inevitable, fatal y loable. Justamente, la principal marca del genio de Delacroix es no conocer la decadencia; solo muestra el progreso. Sus primeras cualidades fueron tan ricas y vehementes y afectaron con tal vigor a los espíritus, incluso a los más vulgares, que el progreso diario les resulta imperceptible; solo quienes razonan lo ven con claridad.
»Hablaba hace un momento de las afirmaciones de algunos albañiles. Quisiera caracterizar con ese término a la clase de espíritus groseros y materiales (su número es infinitamente grande) que solo aprecia los objetos por su contorno o, peor aún, por sus tres dimensiones: ancho, largo y fondo, exactamente como los salvajes y los campesinos. A menudo oí a personas de ese género establecer una jerarquía de cualidades que me resultaba completamente ininteligible; afirmar, por ejemplo, que la facultad que permite a tal crear un contorno exacto, o a cual un contorno de una belleza sobrenatural, es superior a la facultad que sabe combinar colores de manera seductora. Según esa gente, el color no sueña, no piensa, no habla. Al parecer, cuando contemplo las obras de uno de esos hombres especialmente llamados coloristas, me entrego a un placer que no es de naturaleza noble; de buen grado me llamarían materialista, reservándose el epíteto aristocrático de espiritualistas.
»Estos espíritus superficiales no piensan que las dos facultades nunca pueden separarse del todo, y que ambas resultan de un germen primitivo cuidadosamente cultivado. La naturaleza exterior solo ofrece al artista una oportunidad, que renace sin cesar, de que cultive ese germen; solo es un cúmulo incoherente de materiales que el artista es invitado a asociar y poner en orden, un incitamentum, un acicate de las facultades latentes. Para ser exactos, en la naturaleza no hay línea ni color. El hombre ha inventado la línea y el color. Son dos abstracciones cuya nobleza proviene de un mismo origen.
»Un dibujante nato (lo imagino niño) observa en la naturaleza inmóvil o movediza ciertas sinuosidades, de las que extrae cierta voluptuosidad, y se divierte fijando mediante líneas sobre el papel, exagerando o disminuyendo a voluntad sus inflexiones; así aprende a crear en el dibujo la forma, la elegancia, el carácter. Postulemos ahora un niño destinado a perfeccionar el elemento del arte llamado color: del choque o del acuerdo feliz de dos tonos y del placer que eso le inspira, obtendrá la ciencia infinita de la combinación de tonos. La naturaleza ha sido, en ambos casos, pura excitación.
»La línea y el color hacen pensar y soñar a los dos; uno y otro obtienen placeres de naturaleza diferente, pero perfectamente análogos y totalmente independientes del tema del cuadro.
»Un cuadro de Delacroix, ubicado demasiado lejos como para juzgarse el encanto del contorno o la cualidad más o menos dramática del tema, a usted lo llena de una voluptuosidad sobrenatural. Le parece que una atmósfera mágica ha venido hasta usted y lo ha envuelto. Sombría, aunque deliciosa, luminosa pero tranquila, esta impresión, que se instala para siempre en su memoria, es señal del auténtico, del perfecto colorista. Y el análisis del tema, cuando usted se acerque, no quitará ni añadirá nada a ese placer primitivo, cuya fuente se encuentra en otra parte, lejos de todo pensamiento concreto.
»Puedo invertir el ejemplo. Una figura bien dibujada a usted lo llena de un placer que es por completo ajeno al tema. Voluptuosa o terrible, esa figura no debe su atractivo sino al arabesco que recorta en el espacio. Si están hábilmente dibujados, los miembros de un mártir desollado, el cuerpo de una ninfa en éxtasis, comportan un género de placer en el que el tema no influye en absoluto; si para usted no es así, me veré obligado a considerarlo un verdugo o un libertino.
»Pero, en fin, ¿de qué sirve repetir una y otra vez estas verdades inútiles?».
Puede que sus lectores, señor, aprecien mucho menos tanta retórica que los detalles que estoy impaciente por darles sobre la persona y las costumbres de nuestro añorado gran pintor.
IV
Es sobre todo en los escritos de Delacroix donde aparece la dualidad de naturaleza a la que me referí antes. Como usted sabe, señor, muchos se han asombrado de las sabias opiniones escritas y la moderación del estilo del pintor: unos con pesar, otros con aprobación. Las «Variaciones de lo bello», los estudios sobre Poussin, Prud’hon, Charlet y otros textos publicados a veces en L’Artiste, cuyo propietario era entonces el señor Ricourt, a veces en la Revue de Deux Mondes, no hacen sino confirmar la naturaleza doble de los grandes artistas, que los mueve, como críticos, a elogiar y analizar con mayor placer las cualidades de las que tienen más necesidad como creadores, y que son la antítesis de las que poseen sobradamente. En realidad, habría sorprendido que Eugène Delacroix elogiase o preconizara lo que más admiramos en él, la violencia, la inmediatez del gesto, la turbulencia de la composición, la magia del color. ¿Por qué buscar lo que se tiene en una cantidad casi excesiva, y cómo no alabar lo que nos parece más raro y difícil de adquirir? Se comprobará el mismo fenómeno, señor, cada vez que los creadores de genio, sean pintores o literatos, empleen sus facultades en la crítica. En la época de la gran lucha entre las dos escuelas, la clásica y la romántica, los espíritus simples se sorprendían de oír a Eugène Delacroix alabar sin cesar a Racine, La Fontaine y Boileau. Conozco a un poeta, de carácter tormentoso y vibrante, que se extasía ante un verso simétrico y armónico de Malherbe.
Por otra parte, por sabios, sensatos y claros en su expresión e intenciones que nos parezcan los fragmentos literarios del gran pintor, sería absurdo creer que fueron escritos con la soltura y la certeza de su pincel. Así como estaba seguro de saber escribir lo que pensaba sobre un lienzo, le preocupaba no poder pintar sus pensamientos en el papel. «La pluma —decía a menudo—, no es mi herramienta; siento que pienso con justeza, pero me espanta la exigencia de orden, que estoy obligado a respetar. ¿Me creería que la necesidad de escribir una página me provoca una migraña?». Esta incomodidad, resultado de la falta de costumbre, explica quizá ciertas locuciones algo gastadas, algo tópicas, incluso estilo imperio, que muy a menudo se le escapan a esta pluma naturalmente distinguida.
La seña más visible del estilo de Delacroix es la concisión y una especie de intensidad nada ostentosa, resultado habitual de concentrar las fuerzas del espíritu en un punto. «The hero is he who is immovably centred», dice el moralista de ultramar Emerson, que, pese a pasar por el jefe de la fastidiosa escuela bostoniana, tiene algo de Séneca, apropiado para incitar a la meditación. «Héroe es quien está imperturbablemente centrado». La máxima que el jefe del trascendentalismo norteamericano aplica a la conducta de la vida y al ámbito de los negocios igualmente puede aplicarse al ámbito de la poesía y del arte. Bien podríamos decir: «El héroe literario, es decir el auténtico escritor, es quien está imperturbablemente centrado». No le sorprenderá, señor, que Delacroix tuviera en muy alta estima a los escritores concisos y centrados, cuya prosa poco adornada parece imitar los movimientos rápidos del pensamiento y cuyas frases se asemejan a gestos: Montesquieu, por ejemplo. Le daré un curioso ejemplo de esta fecunda brevedad poética. En estos días habrá usted leído en La Presse, como yo, un estudio muy curioso y muy bello del señor Paul de Saint-Victor sobre la bóveda de la galería de Apolo. Las diversas concepciones del diluvio, el modo en que deben interpretarse las leyendas relativas a él, el sentido moral de los episodios y las acciones que componen el conjunto de ese cuadro maravilloso, nada está ausente; y el cuadro mismo se describe con el estilo encantador, tan vivaz como colorido, del que el autor nos ha dado tantos ejemplos. Sin embargo, el conjunto solo dejará en la memoria un espectro difuso, algo así como la vaguísima luz de una amplificación. Compare ese enorme texto con las pocas líneas siguientes, a mi entender mucho más enérgicas y más aptas para pintar un cuadro, suponiendo incluso que el cuadro que describen no existiera. Transcribo simplemente el programa que repartió el señor Delacroix a sus amigos, al invitarlos a ver la obra en cuestión:
APOLO VENCEDOR DE LA SERPIENTE PITÓN
«El dios, montado en su carro, ha arrojado parte de sus saetas; su hermana Diana, volando a la zaga, le ofrece su carcaj. Ya ensartado por las flechas del dios del calor y la vida, el monstruo sangrante se retuerce exhalando con un hálito llameante cuanto le queda de vida y de impotente ira. Las aguas del diluvio comienzan a retirarse y posan en las cimas de las montañas o arrastran consigo los cadáveres de hombres y animales. Los dioses se han indignado de ver la tierra abandonada a monstruos deformes, criaturas impuras del limo. Se han armado como Apolo: Minerva, Mercurio, se lanzan a exterminarlos a la espera de que la Sabiduría eterna repueble la soledad del universo. Hércules los aplasta con su masa; Vulcano, el dios del fuego, ahuyenta la noche y los vapores impuros, mientras con su aliento Bóreas y Céfiro secan las aguas y disipan las nubes que quedan. Las ninfas de los ríos han reencontrado sus lechos de juncos y sus urnas aún sucias de fango y desperdicios. Apartadas, las divinidades más tímidas contemplan el combate de los dioses y los elementos. Entretanto, de lo alto de los cielos desciende la Victoria para coronar a Apolo vencedor, e Iris, la mensajera de los dioses, despliega al viento su manto, símbolo del triunfo de la luz sobre las tinieblas y la revuelta de las aguas».
Sé que el lector se verá obligado a adivinar mucho, a colaborar, por así decirlo, con el redactor de la nota; pero ¿realmente cree usted, señor, que mi admiración por el pintor me convierte en este caso en un alucinado, y que me equivoco de plano cuando presumo descubrir en esas líneas la huella de los hábitos aristocráticos adquiridos en buenas lecturas, y de la rectitud del pensamiento que ha permitido a hombres de mundo, militares, aventureros, o incluso simples cortesanos, escribir, a veces al buen tuntún, libros bellísimos que nosotros, practicantes del oficio, nos vemos obligados a admirar?
V
Eugène Delacroix era una curiosa mezcla de escepticismo, de amabilidad, de dandismo, de voluntad ardiente, de astucia, de despotismo y de la bondad especial y la ternura moderada que siempre acompañan al genio. Su padre pertenecía a aquella raza de hombres fuertes cuyos últimos miembros conocimos en la infancia: unos, fervientes apóstoles de Jean-Jacques; otros, discípulos resueltos de Voltaire, que colaboraron, con igual tenacidad, en la Revolución francesa, y cuyos sobrevivientes, jacobinos o franciscanos, se adhirieron con perfecta buena fe (es importante señalarlo) a las intenciones de Bonaparte.
Eugène Delacroix siempre conservó las huellas de ese origen revolucionario. Se puede decir de él, como de Stendhal, que le aterraba pasar por ingenuo. Escéptico y aristócrata, solo conocía la pasión y lo sobrenatural por su trato forzado con el ensueño. Como odiaba las multitudes, rara vez las consideraba otra cosa que iconoclastas, y los actos de violencia cometidos en 1848 contra algunas de sus obras no hicieron nada por convertirlo al sentimentalismo político de nuestra época. Había incluso algo en él, como el estilo, los modales y la opinión, de Victor Jacquemont. Sé que la comparación es un poco injuriosa; no quiero que se la entienda sino con suma moderación. Jacquemont tiene algo del bello espíritu burgués rebelde y una ironía capaz de engañar tanto a los ministros de Brahma como a los de Jesucristo. Delacroix, precavido por el gusto inherente al genio, nunca hubiera podido caer en esas bajezas. Mi comparación solo se refiere al espíritu de prudencia y la sobriedad que marcan a ambos. Asimismo, las señas hereditarias que dejó el siglo XVIII en su naturaleza parecían tomadas de una clase tan alejada de utopistas como de furibundos, la clase de escépticos políticos, vencedores y sobrevivientes, que, por regla general, deriva más de Voltaire que de Jean-Jacques. También, a primera vista, Eugène Delacroix aparece simplemente como un hombre iluminado, en el sentido honorable de la palabra, como un perfecto gentleman sin prejuicios y sin pasiones. Solo mediante el trato asiduo podía levantarse el barniz y adivinar las partes abstrusas de su alma. Un hombre con quien podría comparársele más legítimamente por su estampa y sus modales sería el señor Mérimée. Compartían la misma frialdad patente, ligeramente afectada, el mismo manto de hielo que recubría una sensibilidad púdica y una pasión ardiente por el bien y por lo bello; compartían, bajo la misma hipocresía de egoísmo, la abnegación por los amigos secretos y por las ideas predilectas.
Había en Eugène Delacroix mucho de salvaje; esa era la parte más preciosa de su alma, la parte consagrada por entero a la pintura de sus visiones y el culto de su arte. Había en él mucho de hombre de mundo; esta parte corría un velo sobre la primera y la eximía de culpas. Una de las grandes preocupaciones de su vida, creo, fue disimular sus arranques de cólera y no darse aires de hombre de talento. Su espíritu dominante, espíritu muy legítimo y por otra parte fatal, había desaparecido casi por completo bajo mil delicadezas. Como si dijéramos el cráter de un volcán artísticamente ocultado por ramos de flores.
Otro parecido con Stendhal era su propensión a las recetas simples, a las máximas breves, para la buena conducta de la vida. Como toda persona que se aferra tanto más a un método cuanto más se le opone su temperamento ardiente y sensible, Delacroix amaba elaborar los pequeños catecismos de moral práctica que los fantoches y los gandules atribuirían con desdén al señor De la Palisse, pero que el genio no desprecia, porque se emparienta con la simplicidad; máximas sanas, fuertes, simples y duras, que sirven de coraza y de escudo al hombre al que la fatalidad de su genio sume en una batalla perpetua.
¿Hace falta decirle que el mismo espíritu de sabiduría firme y despectiva inspiraba las opiniones políticas de Delacroix? Creía que nada cambia, aunque todo parece cambiar, y que, en la historia de los pueblos, las épocas de crisis restablecen invariablemente fenómenos análogos. En suma, en este tipo de cosas su pensamiento se acercaba mucho, sobre todo por el lado de la resignación fría y desoladora, al pensamiento de un historiador al que tengo por un caso particular y al que usted mismo, señor, tan versado en sus tesis y consciente de su talento, aun si este le contradice, al que usted mismo se ha visto obligado, sin duda, más de una vez a admirar. Me refiero al señor Ferrari, el erudito y sutil autor de la Historia de la razón de Estado. Asimismo, si un conversador se abandonaba, delante de Delacroix, a los arrebatos pueriles de la utopía, pronto experimentaba el efecto de su risa amarga, impregnada de una piedad sarcástica; y si por imprudencia alguien soltaba en su presencia la gran quimera de los tiempos modernos, el globo monstruoso de la perfectibilidad y el progreso, enseguida él preguntaba: «¿Pues dónde están sus Fidias? ¿Dónde están sus Rafael?».
Créame que esta firme sensatez no invalidaba ninguna de las gracias del señor E. Delacroix. La elocuencia incrédula y el rechazo de la ingenuidad sazonaba, como una sal byroniana, su conversación harto poética y colorida. Extraía también de sí mismo —mucho más de lo que tomaba de su largo trato con el mundo—, es decir, de su genio y de la conciencia de su genio, una confianza, una desenvoltura de modales maravillosa, con una amabilidad que admitía, como un prisma, todos los matices, desde la sencillez más cordial hasta el descaro más irreprochable. Pronunciaba la frase «mi querido señor» de veinte maneras distintas, que, para el oído aguzado, representaban una curiosa gama de sentimientos. Y he de decirlo, pues se me antoja otro motivo de elogio: E. Delacroix, pese a haber sido un hombre de genio, o porque era un hombre de genio completo, poseía bastante de dandi. Él mismo admitía que en su juventud se había entregado con placer a las vanidades materiales del dandismo y contaba entre risas, pero no sin cierta vanagloria, que, con la colaboración de su amigo Bonington, se había empeñado en introducir entre la juventud elegante el gusto por los diseños ingleses en el calzado y la vestimenta. Este detalle, presumo, no le parecerá a usted inútil; pues no existe recuerdo superfluo si se quiere pintar la naturaleza de ciertos hombres.
He dicho que era sobre todo la parte natural del alma de Delacroix, pese al velo atenuante de una cultura refinada, lo que impresionaba al observador atento. Todo en él era energía, pero energía que venía de los nervios y la voluntad; y es que, físicamente, era endeble y delicado. El tigre, atento a su presa, tiene menos brillo en los ojos y espasmos de impaciencia en los músculos de los que dejaba ver nuestro gran pintor cuando su alma se lanzaba sobre una idea o quería apoderarse de una visión. Hasta el carácter físico de su fisionomía, su tez de peruano o malayo; sus ojos negros y grandes, aunque contraídos por el pestañeo de la atención, y que parecían degustar la luz; su pelo abundante y lustroso; su frente ancha; sus labios apretados, a los que la tensión perpetua de la voluntad confería una expresión cruel, en definitiva toda su persona sugería un origen exótico. Más de una vez, al mirarlo, me descubrí pensando en los antiguos soberanos de México, en aquel Moctezuma cuya mano hábil para los sacrificios podía inmolar en un solo día tres mil criaturas humanas sobre el altar piramidal del Sol; o bien en uno de esos príncipes hindúes que, en pleno esplendor de las fiestas más gloriosas, conservan en el fondo de sus ojos una especie de avidez insatisfecha y una nostalgia inexplicable, algo así como el recuerdo y la añoranza de lo desconocido. Observe, por favor, que el color general de los cuadros de Delacroix comparte el color de los paisajes e interiores orientales, y que produce una impresión análoga a la que se siente ante paisajes intertropicales, donde una inmensa luz difusa produce en el ojo sensible, pese a la intensidad de los tonos particulares, un efecto general cuasicrepuscular. La moralidad de sus cuadros, si aún se permite hablar de moral en pintura, reviste también un visible carácter moloquita. Todo, en su obra, es desolación, masacres, incendios; todo ofrece testimonio de la eterna e incorregible barbarie del hombre. Las ciudades en llamas y humeantes, las víctimas degolladas, las mujeres violadas, los niños tumbados bajo las patas de caballos o el puñal de madres delirantes; toda esta obra, digo, se parece a un himno terrible compuesto en honor de la fatalidad y el irremediable dolor. A veces pudo, pues no echaba en falta la ternura, expresar con su pincel sentimientos tiernos y voluptuosos; pero allí también la incurable amargura se prodigaba en grandes dosis, y la despreocupación y la dicha (compañeras usuales de la voluptuosidad ingenua) estaban ausentes. Una sola vez, creo, intentó capturar lo gracioso y lo bufonesco, y, como si hubiese adivinado que eso estaba más allá o por debajo de su naturaleza, nunca lo repitió.
VI
Conozco a mucha gente que tiene derecho a decir: «Odi profanum vulgus» (Odio al vulgo ignorante); pero ¿quién puede añadir victoriosamente: «et arceo» (y de él me alejo)? El apretón de manos demasiado frecuente envilece el carácter. Si ha habido un hombre que tuvo una torre de marfil bien protegida por barrotes y cerraduras, ese fue Eugène Delacroix. ¿Quién ha amado más su torre de marfil, es decir, lo secreto? De haber sido por él, creo, la hubiera armado de cañones y transportado a un bosque o a la cima de un peñasco. ¿Quién ha amado más la home, santuario y guarida? Como otros se acogen a lo secreto en pos del libertinaje, él lo hace en pos de la inspiración, y allí se entregaba a auténticas juergas de trabajo. «The one prudence in life is concentration; the one evil is dissipation», dice el filósofo norteamericano que ya hemos citado.
El señor Delacroix habría podido escribir esa máxima; pero, en cualquier caso, la practicó austeramente. Era demasiado hombre de mundo para no despreciar el mundo; y los esfuerzos que hacía en él para no mostrarse demasiado a sí mismo lo movían por naturaleza a preferir nuestra compañía. Nuestra no se refiere solo al autor de estas líneas, sino también a algunos otros, jóvenes o viejos, periodistas, poetas, músicos, entre quienes podía distenderse y soltarse con total libertad.
En su exquisito estudio sobre Chopin, Liszt ubica a Delacroix entre el número de los más asiduos visitantes del músico-poeta, y dice que adoraba sumirse en una ensoñación profunda al son de la música ligera y apasionada, que se parece a un pájaro brillante revoloteando sobre los espantos de un abismo.
Fue así como, gracias a la sinceridad de mi admiración, siendo aún muy joven pude entrar en aquel estudio tan bien protegido, donde, pese a nuestro severo clima, reinaba una temperatura ecuatorial, y donde de inmediato saltaba a la vista una solemnidad sobria y la austeridad particular de la vieja escuela. Así eran los estudios, que había visto en mi infancia, de los antiguos rivales de David, héroes conmovedores hace tiempo desaparecidos. Uno sentía que aquel refugio no podía estar habitado por un espíritu frívolo, al que provocaran mil caprichos incoherentes.
Allí, nada de panoplias oxidadas, de kris malayos, de antiguas rejas góticas, de bisutería, de trapos, de batiburrillo, nada que indicara el gusto del propietario por la distracción y el deambular rapsódico de la ensoñación infantil. En aquel vasto estudio, cuyo aislamiento iluminaba una luz dulce y serena, bastaban como decorado un maravilloso retrato pintado por Jordaens, que él había descubierto quién sabe dónde, algunos bocetos y algunas copias hechas por el maestro mismo.
Probablemente esas copias se verán en la venta de dibujos y de cuadros de Delacroix que, me han dicho, está programada para el mes de enero próximo. Tenía dos maneras distintas de copiar. Una, libre y laxa, hecha mitad de fidelidad, mitad de traición, en la que ponía mucho de sí mismo. De este método resultaba un compuesto bastardo y encantador, que sumía al espíritu en una agradable incertidumbre. Bajo ese aspecto paradójico se me presentó una gran copia de Milagros de san Benito, de Rubens. Al adoptar la otra manera, Delacroix se volvía el esclavo más humilde y más obediente de su modelo, y alcanzaba una exactitud en la imitación que podrán figurarse quienes no han visto tales milagros. Así, por ejemplo, son las copias de dos bustos de Rafael que se encuentran en el Louvre, y en las que la expresión, el estilo y la manera están imitados con una ingenuidad tan perfecta que podrían tomarse los originales por las reproducciones alternativa y recíprocamente.
Tras un desayuno más ligero que el de un árabe y la paleta compuesta minuciosamente, con el cuidado de una florista o un escaparatista de telas, Delacroix trataba de abordar la idea interrumpida; pero antes de lanzarse a su trabajo tempestuoso, a menudo sentía la languidez, los temores, los nervios que hacen pensar en la pitonisa que huye del dios, o recuerdan a Jean-Jacques Rousseau dando vueltas, hurgando en el papelerío y removiendo los libros antes de atacar el papel con la pluma. Pero una vez que el artista quedaba fascinado, no se detenía hasta caer rendido de cansancio.
Un día, mientras hablábamos de una cuestión siempre interesante para los artistas y los escritores, a saber, la higiene de trabajo y la conducta de la vida, me dijo:
«Antes, de joven, no podía ponerme a trabajar si la noche no prometía placer, música, baile o cualquier otra diversión. Pero ahora ya no me parezco a los escolares, puedo trabajar sin pausa y sin la menor esperanza de recompensa. Y además —agregó—, ¡si usted supiera lo indulgentes y simples que nos hace el trabajo asiduo en materia de placeres! El hombre que ha empleado bien la jornada le encontrará suficiente ingenio al mandadero del barrio y estará dispuesto a jugar a los naipes con él».
Estas palabras me hicieron pensar en Maquiavelo jugando a los dados con los campesinos. Pues bien, un buen día, un domingo, vi a Delacroix en el Louvre en compañía de su vieja criada, la misma que lo había cuidado y servido durante treinta años, y él, el elegante, el refinado, el erudito, no desdeñaba enseñarle y explicarle los misterios de la escultura asiria a esa excelente mujer, que por lo demás lo escuchaba con una atención ingenua. El recuerdo de Maquiavelo y de nuestra antigua conversación me vino de inmediato a la mente.
Lo cierto es que, en los últimos años de su vida, los llamados placeres habían desaparecido, reemplazados todos por uno solo, áspero, exigente, terrible: el trabajo, que ya no era solo una pasión, sino que hubiera podido llamarse un furor.
Después de dedicar las horas del día a pintar, ora en su estudio, ora subido a los andamios adonde lo llamaban los grandes trabajos decorativos, Delacroix sacaba fuerzas de su amor al arte y hubiera juzgado ese día desaprovechado de no emplear las horas de la noche junto al fuego, a la luz de una lámpara, dibujando, cubriendo el papel de visiones, proyectos, figuras entrevistas en los azares de la vida, a veces copiando los dibujos de artistas de un temperamento lo más alejado posible del suyo; pues le apasionaba tomar notas, hacer croquis, y se entregaba a ello en cualquier sitio. Durante bastante tiempo, tuvo la costumbre de dibujar en las casas de amigos donde pasaba veladas. Así, el señor Villot posee una cantidad considerable de excelentes dibujos salidos de esta pluma fecunda.
Una vez le dijo a un joven conocido mío: «Si usted no es lo bastante hábil para hacer un croquis de un hombre que se tira por la ventana en lo que tarda en caer del cuarto piso al suelo, nunca podrá producir grandes telas». Reconozco en esta enorme hipérbole la preocupación de toda su vida, que era, como se sabe, componer con la prisa y la certeza necesarias para que no se evaporara la intensidad de la acción o de la idea.
Muchos han observado que Delacroix era buen conversador. Pero lo gracioso es que temía a la conversación como a un descarrío, una distracción en la que se arriesgaba a perder las fuerzas. Cuando uno entraba en su casa, comenzaba por decirle:
«Esta mañana charlaremos poco, ¿no? O solamente muy poco, muy poco».
Y luego cotilleaba durante tres horas. Su conversación era brillante, sutil, pero llena de hechos, de recuerdos y de anécdotas; en suma, un habla sustanciosa.
Cuando lo agitaba la contradicción, se replegaba momentáneamente y, en vez de echarse de frente sobre su adversario, con lo que se corre el riesgo de introducir la brutalidad de la tribuna en las escaramuzas de salón, jugaba durante un rato con su contrincante, luego volvía a la carga con argumentos o datos imprevistos. Amante de la lucha, pero esclavo de la cortesía, era propenso a una conversación retorcida, maleable a voluntad, llena de fugas y ataques repentinos.
En la intimidad de su estudio, se soltaba con gusto al punto que daba su opinión sobre los pintores que eran sus contemporáneos, y a menudo en esas ocasiones pudimos admirar la indulgencia del genio, que se desprende quizá de una especie particular de ingenuidad o de facilidad para el goce.
Tenía una debilidad asombrosa por Decamps, que hoy en día está muy eclipsado, pero que, sin duda, entonces reinaba en su espíritu por la potencia del recuerdo. Lo mismo por Charlet. En una ocasión me hizo ir a su casa expresamente para reprenderme, de manera vehemente, por un artículo irrespetuoso que yo había perpetrado acerca de aquel niño mimado del chovinismo. En vano intenté explicarle que no censuraba al Charlet de los primeros tiempos, sino al Charlet de la decadencia; no al noble historiador de los disconformes, sino al bello espíritu del café. Nunca me lo perdonó.
Admiraba a Ingres en algunas cosas, y por cierto le hacía falta una gran fuerza crítica para admirar con la razón lo que debía de rechazar por temperamento. Llegó a copiar cuidadosamente fotografías hechas de algunos de sus minuciosos retratos en mina de plomo, que es donde mejor se aprecia el talento duro y penetrante del señor Ingres, tanto más ágil cuanto más apretado.
El color detestable de Horace Vernet no le impedía sentir la potencialidad personal que anima la mayoría de sus cuadros, y encontraba expresiones sorprendentes para elogiar su chisporroteo y su infatigable ardor. Se extralimitaba en su admiración por Meissonier. Se había apropiado, casi por medio de la violencia, de los bocetos preparatorios para la composición de La Barricade, el mejor cuadro del señor Meissonier, cuyo talento, por otra parte, se expresa mucho más enérgicamente con el simple lápiz que con el pincel. De este decía a menudo, como soñando despierto y con inquietud sobre el futuro: «A fin de cuentas, de todos nosotros, ¡es él quien seguro sobrevivirá!». ¿No es curioso ver al autor de cosas tan grandes celar a quien solo destaca en las pequeñas?
El único pintor cuyo nombre tenía la capacidad de arrancarle unas pocas malas palabras a aquellos labios aristocráticos fue Paul Delaroche. Nada encontraba Delacroix que disculpara las obras de aquel hombre, y guardaba el recuerdo indeleble de los sufrimientos que le había causado su pintura sucia y amarga, hecha con tinta, como ha dicho, creo, Théophile Gautier, en un rapto de independencia.
Pero aquel al que elegía de mejor grado para expatriarse en inmensas charlas era el hombre que menos se le parecía tanto en el talento como en las ideas, su verdadera antítesis, un hombre al que aún no se le ha hecho toda la justicia que se le debe y cuyo cerebro, aunque brumoso como el cielo tiznado de su ciudad natal, contiene una multitud de cosas admirables. Me refiero al señor Paul Chenavard.
Las abstrusas teorías del pintor filósofo lionés hacían sonreír a Delacroix, y el pedagogo dado a la abstracción consideraba las voluptuosidades de la pura pintura como cosas frívolas, si no culposas. Pero por muy alejados que estuvieran el uno del otro, e incluso por causa de ese alejamiento, les encantaba acercarse, y como dos navíos desgarrados por los arpeos de abordaje, ya no les era posible separase. Por otra parte, al ser ambos muy letrados y tener un notable espíritu de sociabilidad, se encontraban en el terreno común de la erudición. Se sabe que en general los artistas no brillan por esa cualidad.
Para Delacroix, Chenavard era un raro recurso. Daba auténtico placer verlos agitarse en una lucha inocente: el discurso de uno marchaba pesadamente como un elefante aparejado para la guerra, el del otro vibraba como un florete, igualmente agudo y flexible. En las últimas horas de su vida, nuestro gran pintor expresó el deseo de estrechar la mano de su amistoso contradictor. Pero este se encontraba lejos de París.
VII
A las mujeres sentimentales y preciosistas tal vez les impresione enterarse de que, como Miguel Ángel (recuerden el final de sus sonetos: «¡Escultura, divina escultura, tú eres mi única amante!»), Delacroix había hecho de la Pintura su única musa, su única querida, su sola y suficiente voluptuosidad.
Sin duda amó sobremanera a la mujer durante las horas agitadas de su juventud. ¿Quién no ha sacrificado más de lo debido a ese ídolo temible? ¿Y quién ignora que quienes mejor lo sirvieron son quienes más se lamentan? Pero desde mucho antes del fin había excluido de su vida a la mujer. De haber sido musulmán, quizá no la habría echado de su mezquita, pero se habría sorprendido al verla entrar, sin comprender del todo qué tipo de conversación tendría ella con Alá.
En esta cuestión, como en tantas otras, la idea oriental se le imponía viva y despóticamente. Consideraba a la mujer un objeto de arte, delicioso y apto para excitar el espíritu, pero inquietante y desobediente si se le entregaba el umbral del corazón, y devorador hambriento de tiempo y fuerzas.
Recuerdo que una vez, en un lugar público, cuando le señalé el rostro de una mujer de una belleza original y de un carácter melancólico, se mostró receptivo a la belleza, pero en respuesta a lo otro me dijo con su risita: «¿De dónde saca usted que una mujer puede ser melancólica?», sin duda insinuando con ello que, para poder conocer el sentimiento de la melancolía, a la mujer le falta algo esencial.
He ahí, por desgracia, una teoría muy injuriosa, y no es mi intención preconizar opiniones difamatorias sobre un sexo que con tanta frecuencia ha demostrado ardientes virtudes. Pero se me concederá que se trata de una teoría prudencial; que el talento nunca extrema lo bastante la prudencia en un mundo lleno de trampas, y que el hombre de genio se arroga el privilegio de ciertas doctrinas (siempre y cuando no perturben el orden) que justamente nos escandalizarían en el puro ciudadano o en el simple padre de familia.
Debo agregar, a riesgo de proyectar una sombra sobre su memoria, a juicio de las almas elegíacas, que tampoco se enternecía ante la infancia. La infancia solo se le presentaba como las manos manchadas de mermelada (lo que ensucia el lienzo y el papel), o golpeando el tambor (lo que dificulta la meditación), o incendiaria y bestialmente peligrosa, como el simio.
«Recuerdo bien —decía a veces— que, de niño, yo era un monstruo. El conocimiento del deber solo se adquiere muy lentamente, y es solo por medio del dolor, el castigo y el ejercicio progresivo de la razón como el hombre corrige poco a poco su maldad natural».
Así, a través de la sensatez, volvía a la idea católica. Porque puede decirse en general que el niño está, comparado con el hombre, mucho más cerca del pecado original.
VIII
Se diría que Delacroix reservaba toda su sensibilidad, que era viril y profunda, para el austero sentimiento de la amistad. Hay gente que se prenda fácilmente del primero que pasa; otra se reserva el uso de la facultad divina para las grandes ocasiones. Este hombre célebre, sobre el que lo entretengo con tanto placer, aunque no apreciaba que lo importunaran por cosas de poca monta, sabía volverse servicial, valiente, ardiente, al tratarse de las importantes. Quienes lo conocieron pudieron comprobar, en muchas ocasiones, su fidelidad, su cuidado y su firmeza ingleses en materia de relaciones sociales. Si era exigente con los demás, no era menos severo consigo mismo.
No es sino con tristeza y mal humor que diré unas palabras sobre ciertas acusaciones que se le han hecho a Delacroix. He oído a gente tacharle de egoísta y hasta de avaro. Observe, señor, que este reproche siempre lo hace la innumerable clase de almas banales a aquellas otras que distribuyen su generosidad con tanto cuidado como su amistad.
Delacroix era muy ahorrativo; para él era la única manera de ser, llegado el momento, muy generoso; podría probarlo con algunos ejemplos, pero no quisiera hacerlo sin haber recibido su autorización, ni la de aquellos que se enorgullecieron de él.
Observe también que durante muchos años sus pinturas se vendieron muy mal, y que sus trabajos de decoración absorbían casi la totalidad de su salario, cuando no ponía de sus ahorros. Muchísimas veces demostró que despreciaba el dinero, cuando los artistas pobres daban a entender que quisieran tener una de sus obras. Entonces, como los médicos de espíritu liberal y generoso, que a veces cobran por sus atenciones y otras no, regalaba sus cuadros o se los dejaba a cualquier precio.
En fin, señor, notemos que el hombre superior se ve obligado, más que cualquier otro, a ocuparse de su defensa personal. Puede decirse que toda la sociedad está en guerra con él. Se ha visto más de una vez. A su cortesía, se la llama frialdad; a su ironía, por mitigada que sea, maldad; a su economía, avaricia. Pero si, al contrario, el pobre resulta ser poco previsor, la sociedad, lejos de compadecerse de él, dirá: «Se lo tiene merecido; su penuria es el castigo por su prodigalidad».
Puedo afirmar que Delacroix, en materia de dinero y de economía, compartía por completo una opinión de Stendhal que concilia la grandeza y la prudencia:
«El hombre de espíritu —decía este último— debe esforzarse por adquirir lo estrictamente necesario para no depender de nadie (en la época de Stendhal eso era 6000 francos de ingresos); pero si, con esa suma asegurada, pierde el tiempo en aumentar su fortuna, es un miserable».
Búsqueda de lo necesario y desprecio de lo superfluo, he ahí una conducta de sabio y de estoico.
Una de las grandes preocupaciones de nuestro pintor en sus últimos años fue el juicio de la posteridad y la incierta solidez de sus obras. Ora su sensible imaginación se encendía ante la idea de una gloria inmortal, ora hablaba amargamente de la fragilidad de telas y colores. Otras veces citaba con envidia a los maestros antiguos, que tuvieron casi todos la suerte de ser copiados por hábiles grabadores, cuyos punzones o buriles supieron adaptarse a la naturaleza de sus talentos, y lamentaba intensamente no haber encontrado su copista. La friabilidad de la obra pintada, comparada con la solidez de la impresa, era uno de sus temas habituales de conversación.
Cuando este hombre endeble y obstinado, nervioso y valiente, este hombre único en la historia del arte europeo, el artista enfermizo y friolento, que soñaba sin cesar con cubrir murallas con sus grandiosos proyectos, se marchó por causa de una de las pleuresías de las que al parecer tuvo un presentimiento convulsivo, todos sentimos algo análogo a la depresión del alma, a la sensación de creciente soledad que habíamos tenido cuando murieron Chateaubriand y Balzac, sensación renovada hace poco por la desaparición de Alfred de Vigny. Durante un gran duelo nacional sobreviene un abatimiento de la vitalidad general, un apagón del intelecto que recuerda un eclipse solar, imitación momentánea del fin del mundo.
Creo, sin embargo, que esa impresión afecta sobre todo a aquellos altaneros solitarios que solo pueden formar una familia a través de relaciones intelectuales. En cuanto a los demás ciudadanos, la mayoría solo descubre poco a poco cuánto ha perdido la patria al perder al gran hombre y qué vacío deja al abandonarla. Una vez más tenemos que avisarles.
Le agradezco de todo corazón, señor, el haberme permitido apuntar libremente todo lo que me sugería el recuerdo de uno de los raros genios de nuestro malhadado siglo, un siglo al mismo tiempo muy pobre y muy rico, a veces exigente, a veces benévolo y muy a menudo injusto.