Les compartimos un fragmento del ensayo «Estados Unidos visto por fotografías, oscuramente» que se encuentra en el libro «Sobre la fotografía» de Sunsan Sontag, en el que hace referencia al fotógrafo estadounidense Alfred Stieglitz (1864-1946).
Estados Unidos visto por fotografías, oscuramente
Susan Sontag
«Cuando Walt Whitman contemplaba las vistas democráticas de la cultura, trató de ver más allá de la diferencia entre belleza y fealdad, importancia y trivialidad. Le parecía servil o relamido establecer distinciones de valor, salvo las más generosas. Grandes pretensiones le concedió a la franqueza nuestro profeta más audaz y delirante de la revolución cultural. Nadie se inquietaría por la belleza y la fealdad, supuso, si se consentía un abrazo lo bastante amplio de lo real, de la heterogeneidad y vitalidad de la efectiva experiencia estadounidense. Todos los hechos, incluidos los medianos, son incandescentes en los Estados Unidos de Whitman, ese espacio ideal, vuelto real por la historia, donde «al emitirse los hechos son bañados en luz».
La gran revolución cultural estadounidense pregonada en el prefacio a la primera edición de Hojas de hierba (1855) no se produjo, lo cual ha defraudado a muchos pero no ha sorprendido a nadie. Un gran poeta no puede cambiar en solitario el clima moral; incluso si el poeta tiene millones de Guardias Rojos a su disposición, aun así no es fácil. Como todo visionario de la revolución cultural, Whitman creyó vislumbrar que el arte ya era usurpado, y desmitificado, por la realidad. «Los Estados Unidos mismos son en esencia el poema más grandioso». Pero cuando no hubo tal revolución cultural y el poema más grande pareció menos grandioso en tiempos del Imperio que en los de la República, solo otros artistas tomaron en serio el programa de trascendencia populista, de transvaloración democrática de la belleza y la fealdad, la importancia y la trivialidad, propugnado por Whitman. Lejos de haber sido desmitificadas por la realidad, las artes de Estados Unidos —la fotografía en particular— aspiraron entonces a efectuar la desmitificación.
En las primeras décadas de la fotografía, se esperaba que las fotos fueran imágenes idealizadas. Esta es aún la meta de casi todos los fotógrafos aficionados, para quienes una fotografía bella es la de algo bello, como una mujer o un crepúsculo. En 1915 Edward Steichen fotografió una botella de leche en la escalera de incendios de una casa de vecindad, el ejemplo prematuro de una noción muy diferente de fotografía bella. Y desde los años veinte los profesionales ambiciosos, de esos cuya obra se conserva en los museos, se han apartado sin cesar de los temas líricos para explorar concienzudamente un material llano, cursi, y aun insulso. En las décadas recientes, la fotografía ha logrado más o menos revisar, para todos, las definiciones de belleza y fealdad, siguiendo las directrices de la propuesta de Whitman. Si (en palabras de Whitman) «cada objeto, condición, combinación o proceso precisos exhibe una belleza», es superficial señalar que algunas cosas son bellas y otras no. Si «todo cuanto hace o piensa una persona es relevante», es arbitrario tener algunos momentos de la vida por importantes y la mayoría por triviales.
Fotografiar es conferir importancia. Quizás no haya tema que no pueda ser embellecido; es más, no hay modo de suprimir la tendencia intrínseca de toda fotografía a dar valor a sus temas. Pero el significado del valor mismo puede alterarse, tal como ha ocurrido en la contemporánea cultura de la imagen fotográfica que es una parodia del evangelio de Whitman. En los palacios de la cultura predemocrática, quien se fotografía es una celebridad. En los campos abiertos de la experiencia estadounidense, que Whitman catalogó apasionadamente y Warhol evaluó encogiéndose de hombros, cada cual es una celebridad. No hay momento más importante que cualquier otro; no hay persona más interesante que otras.
El epígrafe de un libro de fotografías de Walker Evans publicado por el Museo de Arte Moderno es un pasaje de Whitman en que suena el mismo acorde de la búsqueda más prestigiosa de la fotografía estadounidense:
No dudo que la majestad y belleza del mundo están latentes en cualquier minucia del mundo […]
No dudo que en las trivialidades, insectos, personas comunes, esclavos, enanos, malezas, desperdicios hay mucho más de lo que yo suponía […]
Whitman pensaba que no estaba aboliendo la belleza sino generalizándola. Lo mismo pensaron durante generaciones los fotógrafos estadounidenses más talentosos, en su polémica busca de lo trivial y lo vulgar. Pero entre los fotógrafos estadounidenses que han madurado después de la Segunda Guerra Mundial, el mandato de Whitman de registrar por entero las extravagantes franquezas de la experiencia estadounidense real se ha vuelto amargo. Al fotografiar enanos no se revelan la majestad y la belleza. Se revelan enanos.
A partir de las imágenes reproducidas y consagradas en la lujosa revista Camera Work que Alfred Stieglitz publicó de 1903 a 1917 y exhibidas en la galería que él dirigió en Nueva York de 1905 a 1917 en el 291 de la Quinta Avenida (primero denominada la Pequeña Galería de la Foto-Secesión, luego simplemente 291) —la revista y la galería constituían el foro más ambicioso de los juicios whitmanianos—, la fotografía estadounidense ha pasado de la afirmación a la erosión y, por último, a la parodia del programa de Whitman. En esta historia la personalidad más edificante es Walker Evans. Fue el último gran fotógrafo que se afanó con seriedad y certeza en un tono derivado del humanismo eufórico de Whitman, compendiando lo anterior (por ejemplo, las asombrosas fotografías de inmigrantes y obreros de Lewis Hine) y anticipando buena parte de la fotografía más impasible, tosca y desolada que se ha hecho desde entonces, como en las proféticas secuencias de fotografías «secretas» de los anónimos viajeros del subterráneo neoyorquino que Evans hizo con una cámara oculta entre 1939 y 1941. Pero Evans rompió con la modalidad heroica de la visión whitmaniana preconizada por Stieglitz y sus discípulos, que habían desdeñado a Hine. Para Evans la obra de Stieglitz era pretenciosa.
Como Whitman, Stieglitz no advertía la contradicción entre hacer del arte un instrumento de identificación con la comunidad y exaltar al artista como un yo heroico y romántico que se expresaba a sí mismo. En su florido y brillante libro de ensayos, Port of New York (1924), Paul Rosenfeld exaltaba a Stieglitz como uno «de los grandes afirmadores de la vida. No hay en el mundo materia tan insulsa, trillada o humilde que no le sirva a este hombre de la caja negra y el baño químico para expresarse a sí mismo enteramente». Fotografiar, y por lo tanto redimir lo insulso, trillado y humilde es también un medio ingenioso de expresión individual. «El fotógrafo —escribe Rosenfeld a propósito de Stieglitz— ha arrojado la red del artista mucho más lejos en el mundo material que ninguno de sus predecesores o contemporáneos». La fotografía es una suerte de énfasis, una copulación heroica con el mundo material. Como Hine, Evans buscaba una suerte de afirmación más impersonal, una reticencia noble, una lúcida reserva. Ni en las impersonales naturalezas muertas arquitectónicas de fachadas estadounidenses y los inventarios de habitaciones que le gustaban tanto, ni en los minuciosos retratos de granjeros sureños que hizo a fines de los años treinta (publicados en el libro realizado con James Agee, Elogiemos ahora a hombres famosos), procuraba Evans expresarse a sí mismo.
Aun sin la inflexión heroica, el proyecto de Evans desciende del de Whitman: la igualación de distinciones entre lo bello y lo feo, lo importante y lo trivial. Cada cosa o persona fotografiada se transforma: en una fotografía; y por lo tanto se vuelve equivalente en lo moral a cualquiera otra de sus fotografías. La cámara de Evans extrajo la misma belleza formal en los exteriores de las residencias victorianas de Boston a principios de los años treinta que en las tiendas de las calles principales de los pueblos de Alabama en 1936. Pero la igualación elevaba en vez de rebajar. Evans quería que sus fotografías fueran «cultas, calificadas, trascendentes». Hoy día, cuando el universo moral de los años treinta ya no es el nuestro, estos adjetivos apenas gozan de credibilidad. Nadie exige que la fotografía sea culta. Nadie imagina cómo podría ser calificada. Nadie comprende cómo cualquier cosa, y menos aún una fotografía, podría ser trascendente.
Whitman predicó la empatía, la concordia en la discordia, la unidad en la diversidad. La recíproca relación psíquica con todo y con todos —ademas de la unión sensual (cuando le era posible)— es la experiencia vertiginosa que propone explícitamente, una y otra y otra vez, en los prefacios y poemas. Este anhelo de proponer nupcias al mundo entero también dictó la forma y tono de su poesía. Los poemas de Whitman son una tecnología psíquica para salmodiar al lector hasta un nuevo estado de ser (un microcosmos del «nuevo orden» imaginado en el gobierno); son funcionales, como mantras: modos de transmitir cargas energéticas. La repetición, la cadencia ampulosa, los versos encabalgados y la dicción briosa son un caudal de aflato secular destinado a elevar psíquicamente a los lectores, a remontarlos a esas alturas donde puedan identificarse con el pasado y con la comunidad del deseo estadounidense. Pero este mensaje de identificación con otros estadounidenses es ya ajeno a nuestro temperamento.»